Arts de la scène
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Los nuevos cines son un fenómeno cultural donde se manifiesta de manera evidente una dinámica de intercambios, transferencias y circulaciones de bienes culturales y de debates teóricos que trasciende las fronteras nacionales. Ese intercambio encuentra en el espacio atlántico uno de sus principales ejes de circulación; sin embargo, no se limita a él, pues también está presente en otros espacios geográficos, como Japón, Irán y los países del bloque socialista. En este texto abordaremos el surgimiento y desarrollo de los nuevos cines desde una perspectiva transatlántica, enfocándonos en los intercambios entre Europa Occidental y América Latina, pero sin dejar de hacer menciones a África y América del Norte. Se analizará cómo un fenómeno que surge con la irrupción de una nueva generación de directores, asociada a una renovación estética y temática—tanto en el cine de ficción como en el documental—, adoptará un discurso político cada vez más explícito y militante en el paso de los años sesenta a los setenta.
Los nuevos cines no son un proceso que se manifieste de forma sincrónica en todos los países, por el contrario, cada espacio cultural y geográfico presenta sus propias temporalidades, lo que dificulta establecer una periodización general. Sin embargo, de manera global, usaremos el concepto de "nuevos cines" para abordar un proceso que va desde mediados de los años cincuenta hasta mediados de los años setenta y que presenta progresivas transformaciones y mudanzas de rumbo a lo largo de casi veinte años. Por otro lado, hay que destacar que los nuevos cines que encontraron mayor legitimación por parte de la crítica y mayor espacio en festivales de cine, cinematecas y salas de arte y ensayo—la Nouvelle Vague francesa, el Cinema Novo, el nuevo cine italiano y cubano—sirvieron como referencias para cineastas, productores y críticos de otros países, lo que hace pertinente estudiarlos desde una historia que valorice las múltiples vías de la circulación cultural. Por último, no puede pasarse por alto que cuando estudiamos los nuevos cines en el espacio atlántico, nos referimos a cinematografías con grados de desarrollo desiguales que incluyen tanto a la mayor hegemonía comercial a nivel mundial, como a cineastas aislados que filman de manera artesanal en países con producción irregular o latente.
Lo que solemos denominar "nuevos cines" son experiencias muy heterogéneas, imposibles de definir con parámetros rígidos. Solo comparten algunos puntos en común, muy generales, como la búsqueda de una ruptura con los géneros—lo que no implica negarse a revisitarlos—; la producción de filmes concebidos como obras más abiertas y autoconscientes que el llamado cine "clásico"; la consiguiente crisis de la lógica causal en ellas; el incremento de operaciones intertextuales; la valorización de la puesta en escena como elemento central del arte cinematográfico y, en consecuencia, la defensa de la figura del director como autor del filme. Ahora bien, lo que todos los nuevos filmes tienen en común es aquello que Francesco Casetti llama un "sentimiento de novedad", una voluntad de romper con las formas tradicionales de concebir y producir el cine.1 Esa ruptura es emprendida por una generación de críticos y de futuros directores que se había hecho adulta durante la posguerra. Esa generación crece al amparo de cineclubes y cinematecas y, antes de pasar detrás de las cámaras—o a veces de forma paralela a su labor de cineastas—trabajaba en revistas especializadas como Cahiers du Cinéma (Francia), Sequence (Reino Unido), Film Culture (Estados Unidos), Cine Cubano (Cuba), Nuestro Cine (España), entre otras. Por su importancia para el desarrollo de un pensamiento sobre el nuevo cine habría que incluir otras publicaciones como, por ejemplo, Cinema Nuovo (italiana, pero con varias ediciones en distintas lenguas), Cinémas (Francia) o Hablemos de cine (Perú).
Las revistas serán uno de los principales vectores para la difusión de las propuestas teóricas de los nuevos cines. Son frecuentes los debates entre ellas, así como la traducción de textos y, en general, la circulación de ideas. Ahora bien, mientras en Europa Occidental y Estados Unidos esas revistas preparan, a comienzos de los cincuenta, las bases teóricas e ideológicas de los nuevos cines que eclosionarán a fines de la década, en otras regiones culturales—por ejemplo, América Latina—la eclosión de los cines nuevos y el surgimiento de las revistas vernáculas se produce de forma casi sincrónica.
En conjunto, revistas, cineclubes, cinetecas y festivales no solo servirán como lugar de socialización e intercambio para los nuevos directores-cinéfilos y críticos, sino que serán escaparates para la circulación transnacional del "sentimiento de novedad". Se añaden a estas instituciones las primeras escuelas superiores de cine, como l'Institut des hautes études cinématographiques (IDHEC) de París o el Centro Sperimentale di Cinematografia de Roma. El caso de ambas escuelas es revelador de las dinámicas transatlánticas: a pesar de que tuvieron una relevancia secundaria en la formación de la Nouvelle Vague y del cinema nuovo italiano, sirvieron como lugar de formación, circulación e intercambio para algunos cineastas relevantes de lo que entonces se conocía como Tercer Mundo (Paulin Soumanou Vieyra; Ruy Guerra). Esos cineastas fueron mediadores culturales de distintas formas de entender la novedad en el cine, sobre todo al regresar a sus lugares de origen. Todo ello viene a demostrar que tanto el desarrollo del discurso de liberación tercermundista, como el llamado a crear modelos culturales propiamente latinoamericanos, africanos o asiáticos no significó romper una práctica de intercambio cultural con Europa. Práctica de la que formarán parte, también, las coproducciones con televisiones europeas y, sobre todo, los festivales de cine.
La generación de cineastas europeos surgidos al amparo del auge económico que sucedió a la posguerra fue crítica con el momento en el que se encontraban las cinematografías de sus países, que consideraban anticuadas, tradicionalistas e incapaces de reaccionar frente a los rápidos cambios sociológicos que transformaban rápidamente el consumo de bienes culturales. Solo algunos nombres del pasado del cine nacional fueron rescatados de la condena general. Ya en sus inicios, en muchos de los nuevos cines europeos esa voluntad de ruptura estuvo acompañada de un discurso de contestación social, crítica a los valores pequeño burgueses e inconformismo. Es el caso de los 27 cineastas alemanes que en 1962 firmaron el Manifiesto de Oberhausen, anunciando la muerte del "viejo cine alemán". Los es también el de los angry young men ligados al Free Cinema Inglés y el de los cineastas del cinema nuovo italiano. No así, al menos en sus inicios, el de los cineastas de la Nouvelle Vague.
Sin embargo, la búsqueda por hacer tabula rasa con el estado en el que se encontraban los cines de sus naciones es más una toma de posición en el campo que una escisión estricta. Son muchas las continuidades y persistencias. Son muchos, también, los directores que serán asociados a los nuevos cines, pero que ya contaban con una carrera previa antes de la irrupción de las nuevas generaciones: Michelangelo Antonioni, Federico Fellini, Ingmar Bergman, Alain Resnais, Chris Marker, Jean Rouch, entre otros. Lo mismo podría decirse de algunos latinoamericanos, como el argentino Leopoldo Torre-Nilsson y el brasileño Nelson Pereira dos Santos.
Si la ruptura respecto de la tradición vernácula definió su posicionamiento dentro de la industria nacional, la relación con Hollywood fue más ambigua, sobre todo en el caso europeo. Con ello no nos referimos al surgimiento de géneros europeos que citan, adaptan o parodian el cine norteamericano—como el espagueti-western ítalo-español o los "western" alemanes de los años sesenta—pues difícilmente podrían incluirse dentro de los nuevos cines, sino al diálogo establecido por cineastas como Wim Wenders o, incluso, Rainer Werner Fassbinder con la tradición fílmica norteamericana. Este último, uno de los exponentes más radicales del nuevo cine alemán, exploró explícitamente los códigos del western en su filme Whity (1971) ambientado en el siglo XIX en el oeste norteamericano. Sin embargo, es en el cine francés y no en el alemán, donde esa relación ambigua con la tradición hollywoodiense se manifiesta de forma más evidente. La crítica al sistema de géneros y a la hegemonía norteamericana en los mercados fue acompañada de una fascinación por la producción de algunos directores activos en el cine norteamericano. Ello es particularmente evidente en el caso de los jóvenes críticos de la revista Cahiers du Cinéma—François Truffaut, Éric Rohmer, Jean-Luc Godard, Jacques Rivette y Claude Chabrol—y su entusiasmo ante la obra de Alfred Hitchcock, Howard Hawks y Fritz Lang, entre otros. Ese posicionamiento fue tachado de "neoformalista" por André Bazin, uno de los principales mentores de la nueva generación e, incluso, una parte de la crítica y de la intelectualidad cercana al comunismo y al existencialismo lo tildó de reaccionario. Sin embargo, en él se percibe un discurso que busca la polémica, de manera programática, para situar en el centro del debate la importancia de las formas autónomas del cine.
La situación en América Latina y África no es exactamente la misma, pues el impulso renovador no reaccionó contra una industria cinematográfica nacional bien asentada. En casi todos los casos, esa industria no existía. La ruptura tuvo que ver más con un rechazo a la hegemonía de la producción hollywoodense en los mercados autóctonos, que fue vista como un tipo de "imperialismo cultural". Hubo también un rechazo a buena parte de los intentos previos por desarrollar el cine en esas naciones, que fueron considerados como insuficientes, mal estructurados o excesivamente dependientes de modelos estéticos y productivos europeos y norteamericanos. Con todo, habría que diferenciar entre países que sí habían logrado desarrollar precarias industrias cinematográficas vernáculas y aquellos donde la producción era intermitente, estaba estancada o prácticamente no existía. Ni siquiera en México, Argentina y Brasil, las tres grandes cinematografías latinoamericanas, es equiparable el peso que tuvo el nuevo cine. Los procesos de renovación fueron más intensos y profundos en Brasil—el cinema novo es el principal nuevo cine del hemisferio sur—, que en Argentina y, en ambos países, los nuevos directores tuvieron una capacidad de renovar el cine nacional mayor que en México.
Antes de proseguir es necesario mencionar tres elementos previos a la irrupción de los nuevos cines pero con los que este fenómeno se relacionó. En primer lugar, el surgimiento del neorrealismo italiano en los años cuarenta fue un poderoso referente (y detonante) de las renovaciones formales emprendidas por los nuevos cines en Europa, América Latina y África. Muchos de los nuevos directores, particularmente en los países del sur, llevaron a cabo una transferencia cultural de los postulados estéticos e ideológicos orientadores de ese movimiento artístico como la filmación fuera de estudios, la utilización de actores naturales, la introducción de escenas con "tiempos muertos" caracterizadas por la espera o la aparente inacción, la creación de historias inspiradas en los pequeños conflictos cotidianos de las clases obreras, la puesta de relieve de la inocencia y fragilidad de la infancia, etc. Pero incluso en los muchos casos en los que eso no sucedió, el cuestionamiento del modo de producción y de los principios estructurales—tanto formales como temáticos—del llamado cine "clásico" emprendido por el neorrealismo sirvió de línea de ruptura para el advenimiento del cine "moderno".
En segundo lugar, existe un fenómeno omnipresente en las historias del cine estadounidense, pero escasamente mencionado en los trabajos sobre los nuevos cines. En 1948 la Corte Suprema de Estados Unidos en un juicio antitrust, obligó a las majors de Hollywood a deshacerse de una importante área de negocios: el circuito de exhibición. Ello significó el fin de la integración vertical tal como había sido desarrollada por el sistema de estudios hollywoodense en su época de mayor auge. Los nuevos cines surgieron, por lo tanto, en un momento en que la principal industria cinematográfica del mundo se encontraba en una fase de transición, tras atravesar su mayor crisis.
Por último, los nuevos cines están relacionados con un proceso de segmentación del consumo cultural que se produce, a distintas velocidades, en las sociedades norteamericanas y europeas y en las clases medias latinoamericanas. Ese fenómeno, característico de las industrias culturales, es común al cine, las artes escénicas y la música popular. También forma parte de él la progresiva consolidación de la televisión como principal medio de difusión y consumo de espectáculos audiovisuales, lo que suele verse como una de las razones de la caída de la venta de entradas en las salas de cine en el periodo. Dentro de las características de esa segmentación, destaca el surgimiento de la "juventud" como un público diferenciado del mundo adulto. El concepto de lo "nuevo" está semánticamente asociado a ella aunque, como veremos, se reviste de otros significados en América Latina y en las naciones africanas—estas últimas atraviesan, entre los años cincuenta y setenta, procesos de descolonización.
La noción de la "novedad" ya está presente en el término "neorrealismo" y en el nombre de la revista italiana Cinema Nuovo, creada en 1952. Sin embargo, como concepto, la novedad solo se volvió ineludible para referirse a las mudanzas estéticas y temáticas emprendidas por las nuevas generaciones de cineastas a partir de 1959, con la irrupción de la Nouvelle Vague. Paradójicamente, como señala Michel Marie, en un principio la expresión Nouvelle Vague no estaba asociada al cine, sino a una serie de encuestas sociológicas sobre la juventud francesa, publicadas en 1957 por la revista L'Express, en colaboración con el Institut Français d'Opinion Publique (Ifop). Con el término se hacía referencia a los modos de vida, consumo cultural e inquietudes de ese segmento etario.
Lo anterior viene a reforzar una cuestión crucial: en un comienzo la "novedad" cinematográfica fue entendida en Francia como un fenómeno de renovación asociado a la juventud, es decir, a la irrupción de nuevos directores cuyos primeros filmes—Le beau Serge (Claude Chabrol, 1958), À bout de souffle (Jean-Luc Godard, 1959), Les Quatre Cents Coups (François Truffaut, 1959)—serían expresión y fomento de inquietudes e imaginarios de la juventud que se abría paso entre los estertores de la IV República. Las diatribas de Truffaut contra el "cine de papá" refuerzan esa primera interpretación. En el Reino Unido la renovación cinematográfica se materializó algunos años antes y no se usó el concepto de "novedad". Pero sí se emplearon dos nociones que se encuentran dentro de su campo semántico: libertad (Free Cinema) y—nuevamente—juventud (Angry Young Men). Aunque los filmes de esos "jóvenes airados" como Look Back in Anger (Tony Richardson, 1959) o Saturday Night and Sunday Morning (Karel Reisz, 1960) asumen un compromiso político mayor al de sus colegas del otro lado del Canal de la Mancha, los conceptos asociados para definir al Free Cinema continuaron estando ligados, primeramente, a la juventud. Algo similar ocurrió en Alemania Occidental donde el nuevo cine contó con el fomento de instituciones que lo vincularon directamente con la noción de juventud, como, por ejemplo, la Kuratorium junger deutscher Film (1965).
Si bien es cierto que en Italia la relación entre novedad y juventud no fue tan directa, es en las cinematografías de América Latina y África donde la noción de novedad se alejó más de la reivindicación juvenil y adquirió desde un comienzo un matiz manifiestamente político, debido a la participación de los cineastas-intelectuales en los debates sobre la liberación, la descolonización y la lucha tricontinental. Cuando los vientos de la renovación cinematográfica cruzaron el Atlántico en forma de filmes y de revistas, de cineastas y productores europeos emigrados o de visita, y de directores autóctonos que volvían a sus países tras un período de formación en Europa, el concepto experimentó una transferencia cultural notoria. Se vinculó la novedad a la liberación política y cultural de las naciones del Tercer Mundo, frente a la hegemonía de Estados Unidos y de la vieja Europa. Esa forma de entender la novedad estaba asociada, directamente, a la figura del Hombre Nuevo profetizada por Frantz Fanon y el Che Guevara.
La concepción política de la novedad fue puesta de manifiesto reiteradamente en los escritos de algunos de los principales cineastas latinoamericanos del período, como los chilenos Aldo Francia y Miguel Littin; el argentino Fernando Birri; los cubanos Alfredo Guevara, Julio García-Espinosa y Santiago Álvarez; los brasileños Glauber Rocha y Paulo Cesar Saraceni, etc. Se trata de uno de los puntos nodales de los nuevos cines en América Latina y es posible situarlo a inicios de los años sesenta, junto con el surgimiento de los proyectos de renovación cinematográfica. En ello los latinoamericanos se diferencian de la mayoría de los nuevos cines europeos, donde la reivindicación de discursos revolucionarios se produjo a finales de la década, ya pasada una primera etapa menos explícitamente comprometida, y en concomitancia con el auge en Europa de los movimientos estudiantiles y las huelgas obreras. La gran excepción es la vertiente más politizada del nuovo cinema italiano, ya con un discurso explícitamente de izquierdas a comienzos de los años sesenta, como puede verse en los filmes de Francesco Rosi, los hermanos Taviani, Bernardo Bertolucci, Marco Bellocchio o Pier Paolo Pasolini.
Pero no todas las experiencias de renovación latinoamericanas estuvieron orientadas por el ideal de una revolución política. En Argentina surgió la Generación del 60 fuertemente inspirada por la Nouvelle Vague francesa. Sus temáticas, centradas en las crisis identitarias de las clases medias y con fuerte énfasis en motivaciones psicológicas, hicieron que sus integrantes fuesen acusados de burgueses y extranjerizantes por la izquierda. A finales de los sesenta y comienzos de los setenta el llamado "Cinema Marginal", en Brasil, y el Grupo de los Cinco y el Cine Subterráneo, en Argentina, exploraron la modernidad en el cine con una mirada que se alejó de la teleología revolucionaria y ahondó en los desechos de las industrias culturales, la escatología, el sexo y la psicodelia. Lo mismo podría decirse de los primeros filmes del chileno Alejandro Jodorowsky, en México. Aunque se trata de experiencias radicalmente diferentes, todas tuvieron en común una aproximación al cine experimental y al underground. Este último aspecto las aleja del resto de los nuevos cines, a nivel mundial, pero permite establecer algunas analogías—ciertamente limitadas—con el New American Cinema, que también comprendió la novedad en el cine como una vía hacia la experimentación.
Este último grupo, arraigado en Nueva York, estuvo marcado por una visión del cine que se oponía a concebirlo como un producto destinado al mercado y que rechazaba las figuras del productor, el distribuidor comercial y el inversor por considerarlos como impedimentos para la libertad creativa. Esta toma de posición, que suponía un rechazo drástico a los estudios de Hollywood, encontró uno de sus principales lugares de enunciación en las páginas de revistas como Film Culture y Village Voice y, sobre todo, en la Declaración del New American Cinema Group, manifiesto firmado por una veintena de cineastas, fotógrafos y críticos en septiembre de 1960. Sus planteamientos rupturistas encuentran una síntesis provocadora en la última frase de esta declaración: "No queremos filmes falsos, pulidos y 'bonitos': los preferimos toscos, sin pulir, pero vivos; no queremos films 'rosas': los queremos del color de la sangre".2
Junto con denostar el cine como diversión, espectáculo industrial y "fábrica de sueños", autores como Shirley Clarke, Jonas Mekas, Lionel Rogosin o Robert Frank concibieron sus obras como experiencias destinadas a indagar en la materialidad y en las capacidades plásticas del cine o como filmes-ensayos caracterizados por una profunda subjetividad y recursividad discursiva. Esto último se tradujo, en ocasiones, en películas creadas como diarios íntimos de sus autores. Es el caso, por ejemplo, de Walden (1969), Reminiscences of a Journey to Lithuania (1972) de Jonas Mekas. La gran mayoría de estos filmes hacen evidentes sus operaciones constitutivas en una drástica ruptura con la llamada "transparencia" narrativa del cine tradicional. Otra de las propuestas surgidas en la Costa Este que no puede ser pasada por alto es la del director John Cassavetes, que si bien no llegó a romper con el cine narrativo ni tampoco con la ficción, asumió una radical independencia y un alto grado de experimentación en la puesta en escena, en la construcción de la estructura dramática y en el trabajo creativo con los actores. Todo ello se tradujo en una profunda renovación estética y temática perceptible ya en su primer largometraje, el emblemático Shadows (1959).
En América Latina el auge de los nuevos cines coincidió con el triunfo de la Revolución Cubana, en 1959. La importancia que ya de por sí tuvo la isla para la intelectualidad de izquierdas latinoamericana y europea, en el caso del cine se vio incrementada por la fundación, en marzo de 1959, del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC). En sus primeros años, el ICAIC fomentó uno de los procesos de intercambio cultural y circulación de cineastas más intensos de los nuevos cines, al incentivar que visitasen y filmasen en Cuba un gran número de directores y técnicos de Europa Occidental, Europa Oriental y de algunos países latinoamericanos—sobre todo de México. Esa confluencia de discursos y estéticas contribuyó a la formación de una cinematografía explícitamente comprometida con la defensa del proyecto revolucionario, pero profundamente ecléctica desde un punto de vista formal. Junto con ello, el ICAIC desarrollo una nutrida red transnacional de intercambios culturales con cineastas e instituciones cinematografías de izquierdas en la que se incluyen convenios con gobiernos aliados en América Latina y África. Asimismo, acogió cineastas de ambos continentes para contribuir a su formación o para hacer de Cuba su lugar de exilio. Cabe destacar que Cuba es el país latinoamericano con una mayor producción vernácula dedicada a otras naciones de América Latina, África, Asia y Europa. Dentro de esa producción merece un lugar destacado el Noticiero ICAIC Latinoamericano, dirigido por Santiago Álvarez, con ediciones consagradas a más de noventa países.
El ICAIC fue también uno de los principales agentes promotores de una concepción unitaria de los nuevos cines en América Latina conocida, a partir de 1967, como el Nuevo Cine Latinoamericano. Participaron de esos esfuerzos una larguísima serie de mediadores culturales y de instituciones. Sin pretender ser exhaustivos podríamos mencionar entre los primeros a productores como el uruguayo Walter Achugar y el argentino Edgardo Pallero; directores como el brasileño Glauber Rocha, el argentino Fernando Birri y el chileno Aldo Francia; críticos como el peruano Isaac León Frías; escritores como Gabriel García Márquez. Entre las segundas, el Festival de Viña del Mar (1967, 1969), el Festival de Mérida (1968), el Comité de Cineastas de América Latina (1974), el Festival del Nuevo Cine Latinoamericano de la Habana (1979) y la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano (1985). El Nuevo Cine Latinoamericano es un concepto amplio, ambicioso y, por ello, difícil de delimitar, pero podría decirse que se trató de un proyecto de integración e intercambio entre los nuevos cines latinoamericanos que buscaba fomentar su aspecto más revolucionario, sin por ello intentar anular la diversidad de cada uno de los movimientos y corrientes nacionales que lo integran. Hay que destacar que ese discurso de liberación latinoamericanista, típico de los años 1968, estuvo acompañado de discursos tricontinentales y tercermundistas—con los que a veces se confundía—que incluían a África y Asia, sin que nunca fueran totalmente delimitados los límites estéticos, teóricos y políticos entre la preocupación subcontinental y la tricontinental.
Esa concepción transnacional de lo nuevo estuvo presente también en África, mediante la promoción de una alianza panafricana de cineastas, que tendría como uno de sus momentos centrales la creación de la Fédération Panafricaine des Cineastas (FEPACI), en Cartago, en 1970. A ese intento de federar los nuevos cines del África árabe y subsahariana habría que añadir la creación del Comité de Cineastas del Tercer Mundo—de escala tricontinental—en Argel, en 1973. Como destaca Mariano Mestman, durante los Encuentros Internacionales por un Nuevo Cine de Montreal (1974), llama la atención el anuncio de la creación de la Federación de Cineastas de Latinoamericanos (FALACI) o Asociación de Cineastas Latinoamericanos, claramente inspirada en el modelo panafricano. Es bastante probable que esa agrupación—que no llegó a concretarse, más allá de anuncios formales—sea el antecedente del Comité de Cineastas de América Latina creado en Caracas, en septiembre de 19743.
Salvo dos grandes excepciones, Egipto y la Unión Sudafricana, las cinematografías africanas surgieron con el proceso de descolonización, entre los años cincuenta y setenta. Por ello, los ideales de la independencia y de la defensa de una cultura nacional liberada del colonialismo estuvieron íntimamente relacionados con la emergencia de los cines nacionales en ese continente. Con todo, a comienzos de los años ochenta—un momento en que a nivel mundial los nuevos cines ya se habían diluido—la configuración de estas cinematografías aún estaba lejos de haber concluido. Las nuevas naciones heredaron de la época colonial un mercado de distribución continental monopolizado por sociedades francesas cuya hegemonía sería substituida en los años setenta por distribuidores norteamericanos. Esta situación no solo moldeó los gustos del público, sino que imposibilitó casi totalmente la entrada de los nuevos cineastas africanos en los circuitos de distribución y exhibición comercial. Por otro lado, los programas de cooperación cultural de las exmetrópolis si bien posibilitaron la realización de algunos filmes—particularmente en el África francófona—crearon serias dificultades para aquellos directores más críticos con el pasado colonial o con la dependencia económica neocolonial. Los procesos federativos descritos en el párrafo anterior pueden ser interpretados como una respuesta a esta situación, pues abogaban por fortalecer los intercambios entre los cineastas del continente, aunándolos bajo la bandera de la unión africana frente a la hegemonía económica extranjera.
Sin embargo, el panafricanismo defendido por la FEPACI y por críticos y cineastas como los tunecinos Férid Boughedir y Tahar Cheriaa, no es el único proyecto federativo en boga durante los años sesenta y setenta. No puede ser omitido el poderoso discurso panárabe, fomentado particularmente desde Egipto, que trascendía las fronteras africanas para difundirse en Oriente Próximo. Ese país, la principal cinematografía del norte de África y de los países árabes, funcionó como una verdadera bisagra entre dos continentes y promovió durante el régimen de Gamal Abdel Nasser la idea de una unión árabe de inspiración socialista4. A través de la nacionalización de la industria cinematográfica, el régimen de Nasser fomentó el desarrollo de filmes con temáticas panárabes como An-Nasir Salah ad-Din (Yussef Chahine, 1963). Sin embargo, de acuerdo con Alberto Elena, el control estatal de la producción no trajo consigo necesariamente un recambio generacional ni tampoco una renovación estética, lo que hace problemático asociar esta producción al concepto de "nuevo cine". A pesar de ser producidor por el estado, hubo numerosos filmes críticos con el régimen que enfrentaron problemas con la censura.5
Existió un mayor interés por el desarrollo de proyectos unitarios o federativos entre los cineastas de América Latina y África que entre sus pares europeos. Más allá de un sincero interés por la "solidaridad combatiente" latinoamericanista y tercermundista la razón de esa diferencia puede radicar en el escaso peso y visibilidad que los nuevos cines de los países del llamado Tercer Mundo tenían frente a los países "desarrollados". En ese sentido, el proyecto de hacer frentes de cineastas era una forma de oponerse a la hegemonía del cine hollywoodense.
Sin embargo, si los intercambios entre cineastas latinoamericanos revolucionarios pueden ser vistos como un "puente clandestino"—según la expresión de José Carlos Avellar6—ese puente no solo conecta una red de experiencias en América Latina, sino que cruza el Atlántico y llega a Europa. El desarrollo de los cines políticos latinoamericanos—y lo mismo se aplica a los africanos—no puede ser estudiado sin tener en cuenta su promoción y legitimación en Europa a cargo de una nutrida serie de productores, distribuidores, exhibidores, editores, revistas, fondos de fomento, televisiones públicas y lugares de socialización e intercambio como festivales y encuentros de cineastas.
Una de las características más marcadas de los nuevos cines es su destaque para la puesta en escena como distintivo del arte cinematográfico en detrimento no solo del guion, sino también de los códigos del cine de género. Ello va de la mano con una defensa de la figura del director como autor de un filme, por encima de otras figuras como el guionista o el productor y en oposición a la identificación de un filme con los actores que lo protagonizan—según la lógica del sistema de estrellato. Desde las páginas de Cahiers du Cinéma y, posteriormente, en otras revistas en América del Norte, América Latina y Europa Occidental, los defensores de la "política de los autores" plantearon que un director se expresa con los medios del lenguaje cinematográfico como lo hace cualquier artista con los medios de su arte. El "estilo" de un autor estaría presente a lo largo de sus filmes, que pueden ser concebidos como una "obra", incluso cuando están insertos en la lógica de los estudios. Se advierte en los postulados del joven Truffaut, el primer gran defensor de la "política de los autores" a mediados de los años cincuenta, el impacto del manifiesto El nacimiento de una nueva vanguardia "la cámara-stylo" publicado en 1948 por Alexandre Astruc y donde se plantea un paralelo explícito entre la cámara del cineasta y la estilográfica del escritor.
Es interesante destacar que la "política de los autores" experimentó una resemantización en su transferencia transatlántica. Como destaca Robert Stam, la "politique des auteurs" francesa era un "instrumento estratégico" de los cineastas de la Nouvelle Vague para abrirse un espacio en el campo cinematográfico vernáculo, pero su traducción inglesa al substituir el término "politique" por el de "theory" (auteur theory) desarrolló una dimensión teórica que serviría como aproximación metodológica para la crítica y como forma de legitimación del cine como objeto de estudio artístico.7 En América Latina la resignificación operó de manera inversa destacando el papel de la "política" en el cine de autor, como resulta notorio en los textos de Glauber Rocha—en especial el libro Revisión crítica del cine brasileño de 1963. Aunque el énfasis en la importancia de la puesta en escena y de la centralidad del director no es abandonado, el término "política" adquiere resonancias insospechadas, pues se lo asocia con un horizonte revolucionario. Para ser considerado un "autor", el director de cine debe asumir un compromiso político en el sentido sartreano:
"Si el cine comercial es la tradición, el cine de autor es la revolución. La política de un autor moderno es una política revolucionaria: hoy por hoy ni siquiera es necesario adjetivar a un autor como revolucionario, porque la condición de autor es un substantivo totalizante."8
Muchos directores del cinema novo brasileño y de otros cines latinoamericanos—por ejemplo, el cubano Tomás Gutiérrez Alea—compartieron esa interpretación de la "política (revolucionaria) de los autores". Sin embargo, América Latina es también el espacio cultural donde el cine de autor encontró su más decidida refutación teórica, en nombre de la revolución. En los ensayos recogidos en Teoría y práctica de un cine junto al pueblo (1979) el boliviano Jorge Sanjinés, miembro del grupo Ukamau, puso de relieve la necesidad de desarrollar un trabajo creativo y estético junto con las comunidades indígenas, discutir la elaboración de las escenas, establecer un tipo de montaje y una escala de planos que respetase su cosmovisión. El cubano Julio García Espinosa en el polémico ensayo Por un cine imperfecto (1970) llamó a superar la división entre autor y público; augurando la llegada, con el desarrollo de la cultura revolucionaria (y de la tecnología), de un momento en que dejase de existir una división burguesa del trabajo y donde todos pudiesen ser alternativamente autores y espectadores. Pero sin duda el texto que tendría más repercusiones dentro y fuera de América Latina sería Hacía un tercer cine (1969) escrito por los argentinos Fernando Solanas y Octavio Getino, miembros del grupo Cine Liberación y responsables de la realización del célebre filme La hora de los hornos (1968). Al igual que Rocha, ellos estaban imbuidos de las teorías del Frantz Fanon de Los condenados de la tierra—a las que agregaban una interpretación heterodoxa del peronismo—sin embargo, sus conclusiones eran opuestas a las del brasileño. Dividían el cine en tres grandes grupos: el primer cine, formado por el modelo hollywoodense y sus tentativas de adaptación nacional en todo el mundo; el segundo cine, nombre con el que se referían al cine de autor, que consideraban una reacción pequeño burguesa y reformista frente al primer cine; y el tercer cine, un cine revolucionario expresamente desarrollado para combatir al "Sistema" y que se situaba al margen de los circuitos comerciales. Se trataba, sobre todo en países marcados por la censura o bajo regímenes dictatoriales, de filmes realizados por "grupos de cine-guerrilla", caracterizados por la polivalencia, la disciplina militante y la clandestinidad o semiclandestinidad. Popularizado en plena efervescencia de los años 1968, por la revista cubana Tricontinental, con ediciones en varias lenguas, el "tercer cine" se convertiría rápidamente en uno de los conceptos claves de los grupos de cine militante de todo el mundo. Es también una de las teorías cinematográficas latinoamericanas que ha invertido de manera más clara la dirección de los intercambios culturales transatlánticos.
En Europa occidental, el auge de los movimientos obreros y estudiantiles de la segunda mitad de los años sesenta y comienzos de los setenta fue potencializado por una reflexión teórica sobre el papel de los medios de comunicación y de las artes en la industria cultural de las sociedades capitalistas. Los principales exponentes de esa teorización son autores bastante diferentes entre sí: Guy Debord, Herbert Marcuse y Louis Althusser. El cine, en cuanto arte del espectáculo e industria, se vio bajo la sospecha de ser un vehículo de transmisión y mantenimiento de la dominación. Esa postura crítica fue compartida por una amplia serie de intelectuales de izquierdas vinculados al medio, como directores, organizadores de festivales, distribuidores, redactores de revistas especializadas y teóricos. En ese contexto se acometieron diversas tentativas teórico-prácticas que buscaron la desconstrucción de los cimientos del cine. Así, se atacó la figura del autor; se criticó el estatuto artístico del filme y la noción de obra acabada; se denunciaron las estructuras y modos de representación del lenguaje cinematográfico; se llevó a cabo un cuestionamiento radical de la relación entre obra y espectador; se enunció y desmontó el "dispositivo" sensorial y psicomotor que haría del cine un vehículo de dominación ideológica. Mientras las bases sobre las que se yergue el cine en su totalidad—incluidos los nuevos cines europeos—eran fuertemente cuestionadas, se dio un proceso de radicalización política y formal de algunos de los directores y críticos que había defendido la introducción de una novedad estética y temática a fines de los años cincuenta.
El caso de Jean-Luc Godard es paradigmático: aunque es posible rastrear una inquietud política en algunos de sus primeros filmes, es sobre todo después de La Chinoise (1967) cuando su cine experimenta un acelerado proceso de radicalización ideológica y estética. Es más, estos dos últimos términos comenzarán a ser inseparables en sus filmes, para hacer la revolución a través del cine pasa a ser preciso hacer la revolución del cine—en sus propias palabras: "hacer políticamente cine político". Su participación en el filme colectivo Loin du Vietnam (idea original de Chris Marker, 1967), los cine-tracts que realizó a lo largo de mayo del 1968, el trabajo posterior en Vent de l'Est (1969) y la creación, junto a Jean-Pierre Gorin, del Grupo Dziga Vertov jalonan este proceso. Otro caso interesante es el de Marker, que entregó cámaras a los obreros de fábricas en huelga, en Besançon y Sochaux, para que filmasen sus propias luchas, dando origen a los grupos Medvedkine. Otros colectivos, como Cinelutte—cercana al Partido Comunista Francés—, asumieron explícitamente una labor de propaganda. No son en absoluto experiencias aisladas, los años 1968 vieron surgir en Europa occidental, Estados Unidos y Canadá numerosos colectivos cinematográficos militantes que desarrollaron obras autorreflexivas, didácticas y voluntariamente antiespectaculares. Muchas de ellas, como los Newsreel estadounidenses, buscaron tener, además, una función de contrainformación vinculada a las protestas contra la guerra de Vietnam, la lucha por los derechos civiles de los afroamericanos y el auge del feminismo. A principios de los años setenta el interés por temáticas nacionales presente en las producciones de grupos como Pacific Street Film (Nueva York) o Cine Manifest (San Francisco) fue de la mano, en muchos casos, con una visión solidaria con experiencias militantes procedentes de otros contextos culturales. Al respecto, un caso particularmente interesante es el del grupo neoyorquino Third World Newsreel que a partir de 1971 junto con la labor de producción desarrolló también actividades de difusión de filmes latinoamericanos. Convertido en Tricontinental Film Center poco tiempo después, distribuyó filmes del llamado "Nuevo Cine Latinoamericano" en ambas costas de Estados Unidos9.
Cabe destacar que los nuevos cines latinoamericanos tuvieron una incidencia sobre las cinematografías europeas en ese proceso de radicalización, tanto desde un punto de vista estético como ideológico, precisamente por el hecho de que en ellos el compromiso con movimientos revolucionarios y de liberación era más explícito de lo que había sido hasta entonces en los nuevos cines europeos. El éxito en festivales de Europa y en circuitos de arte y ensayo de los filmes de Rocha y de los cinemanovistas, de los documentales de Santiago Álvarez, o de largometrajes como La hora de los hornos fue uno de los factores del proceso de radicalización de algunos directores europeos. Es más, los intercambios con esos y otros cineastas de América Latina se aceleraron en el período. Nuevamente el caso de Godard es sintomático de esos intercambios: invitó a Rocha a interpretar un papel en Vent de l'Est, se entrevistó con Solanas dando origen al texto Godard por Solanas, Solanas por Godard y, años más tarde, le dedicó a Álvarez la segunda parte de Histoire(s) du cinéma.
Ya en la primera mitad de los años sesenta algunas instituciones como los festivales organizados en Liguria por el Colombianum (una institución cultural ligada a los jesuitas encargada de la promoción cultural del Tercer Mundo) promovían la difusión de filmes latinoamericanos en Europa. Sin embargo, el interés por los nuevos cines del llamado Tercer Mundo fue en claro aumento a lo largo de la segunda mitad de la década, llegando a su clímax hacia 1968, precisamente cuando los colectivos militantes europeos procedían a la desconstrucción de los cimientos de sus propias cinematografías. Aunque en algunos casos por detrás de eso pueda haber cierta fascinación por el exotismo de naciones lejanas, sería reductor atribuir ese interés únicamente a ello. Parece más pertinente considerarlo dentro de una lógica de relativización de la hegemonía cultural europea, en un momento en que sectores significativos de su intelectualidad y de su juventud buscaban referentes teóricos y políticos fuera de Estados Unidos y Europa occidental. La importancia que adquirió el maoísmo entre esos mismos sectores es bastante decidora al respecto, como también lo es, a pesar de sus diferencias ideológicas evidentes, el interés que despertó entre intelectuales franceses e italianos—incluidos algunos directores como Marker—el gobierno de Salvador Allende, años después. Como establece Mestman, puede hablarse en esa época del auge de un "Tercermundismo cinematográfico", una tendencia adoptada por cineastas y grupos de distintos países que coexistió y se articuló con otros discursos como el latinoamericanismo, panafricanismo, panarabismo, guevarismo y maoísmo10.
Dentro del proceso descrito destaca el papel jugado por los festivales de cine y los encuentros de cineastas como lugar de irrupción, visibilización, legimación crítica y consolidación internacional de los nuevos cines latinoamericanos y, en menor medida, de algunos directores africanos—en particular Ousmane Sembène. Son también un lugar importante para la socialización de diferentes actores involucrados con esos nuevos cines, como directores, productores, críticos y distribuidores. Cabría destacar, en lo que respecta al cine documental, los festivales de Oberhausen (RFA) y Leipzig (RDA) con intercambios entre ellos que consiguieron traspasar el telón de acero, y donde las cinematografías cubana y chilena alcanzaron una destacada difusión. En el caso de festivales no restringidos al cine documental, habría que mencionar la Mostra Internazionale del Nuovo Cinema di Pesaro con una amplia presencia de los nuevos cines latinoamericanos, a los que se dedicaría la edición de 1969. Un año antes, en junio de 1968, a escasas semanas del mayo francés, del cierre del Festival de Cannes y de que se decretasen los Estados Generales del Cine Francés, en Pesaro se estrenó—y premió—el largometraje argentino La hora de los hornos, cuya primera parte probablemente sea el filme que alcanzó una mayor repercusión entre los cines políticos de los años 1968.
En el caso de los encuentros de cineastas, puede mencionarse el organizado en Montreal, en 1974. Sin embargo, en ese encuentro se evidenciaron fuertes tensiones entre algunos cineastas y colectivos militantes, así como un cierto desgaste del "tercermundismo cinematográfico", a pesar de los objetivos federativos del encuentro. En lo sucesivo comenzaría a decaer el dinamismo productivo de esos colectivos y de las discusiones teóricas que suscitaban. A mediados de los años setenta los movimientos estudiantiles y obreros europeos se encontraban en un proceso de retracción; la Revolución Cultural China había dejado de ejercer el poder de atracción de mediados de la década anterior, y los proyectos revolucionarios latinoamericanos sucumbían bajo el peso de dictaduras que se guiaban por la doctrina de la Seguridad Nacional. No puede dejar de mencionarse la importancia que tendrá el cine de los exiliados latinoamericanos como fenómeno transnacional—particularmente el exilio chileno, del que sobresale, entre otros títulos, La batalla de Chile. También hay que destacar los filmes de denuncia de los regímenes militares realizados por cineastas europeos—Chris Marker, Bruno Muel, Théo Robichet, Costa Gavras, Gerhard Schumann, Walter Heynowski, etc.; sin embargo, difícilmente podrían ser considerados como parte de un nuevo cine.
A mediados de los años setenta, el "sentimiento de novedad" estética, temática y política que había sacudido hasta sus cimientos el cine a nivel mundial perdía impulso tanto en Europa como en América Latina. Este panorama de declive de las propuestas de renovación cinematográfica se ve profundizado si dirigimos la mirada hacia lo que sucedía en otro espacio cultural: Estados Unidos. Entre fines de los años sesenta y comienzos de los setenta Hollywood había experimentado su propia renovación estética y temática de la mano de Martin Scorsese, Francis Ford Coppola, Arthur Penn, Mike Nichols, etc. Pero solo en la segunda mitad de los años setenta iniciaba una nueva etapa de auge comercial, con los estrenos de Tiburón (Steven Spielberg, 1975) y, sobre todo, de La guerra de las galaxias (George Lucas, 1977). Ambos imponían la fórmula del high concept, es decir, la apuesta por grandes producciones con una premisa temática sencilla y visualmente atractiva, fácil de replicar múltiples veces, susceptible de pasar a diferentes plataformas mediáticas asociadas (TV, videocasete, etc.) y de comercializarse por medio de varios objetos asociados (mercadotecnia). El declive de los nuevos cines y la eclosión del modelo cinematográfico norteamericano que dominó el último cuarto del siglo XX no son procesos interdependientes, pero establecer un paralelo entre ellos resulta interesante porque permite mostrar un cambio de paradigma—o, al menos, de etapa—en el campo cinematográfico.
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